Modo Avión | Sobre la ciudad burguesa, hija de su propio esfuerzo.
Bienvenidos a Modo Avión, donde repasamos el estado de situación de Iceberg y adelantamos los temas de nuestro próximo artículo, entre otras cosas.
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1. “Cuando voy caminando por el centro y veo una cara conocida de algún lado, yo los saludo por más que no me saluden. Capaz fueron a la primaria conmigo y no nos vemos hace 40 años. O me los crucé alguna vez en el club y no se acuerdan de mi. La primera vez, se sorprenden. La segunda vez, me devuelven el saludo. A la tercera o cuarta vez que nos saludamos, terminamos charlando o tomando un café. Algunas de todas esas personas que saludo terminan siendo mis clientes”. Esta semana no pude parar de pensar en esta frase que el fallecido arquitecto Marcelo Villafañe (1951-2022) me dijo hace unas dos décadas, en uno de esos encuentros casuales en la peatonal o en el bar de la esquina de Rioja y Dorrego, a media cuadra de su estudio. Para mí, el Negro Villafañe, o Villa, era uno de los últimos exponentes de una rosarinidad burguesa que ya casi no existe. Un representante de cierto tipo de clase media alta profesional de la segunda mitad del siglo XX. Lo más cercano a un dandy que puede haber en esta ciudad: el más artista de los arquitectos o el más arquitecto de los artistas, discípulo de Julio Vanzo, fanático del ladrillo, de los techos de aguas infinitas y del fenólico. Su estudio en la planta alta de calle Dorrego al 800 era el caos más hermoso que vi en mi vida y probablemente la influencia estética inconsciente más fuerte que haya recibido: papeles, carpetas, libros, cuadros, lápices, cuadernos, portaminas, rotrings, computadoras, ceniceros, tableros, lámparas y ficheros de todo tipo, desparramados de manera aparentemente random. Escribo “aparentemente random” porque Villafañe sabía dónde estaba cada cosa. Mientras él buscaba algo en ese supuesto quilombo, yo no paraba de mirar lo que había enchinchado en la pared forrada en corcho. Absolutamente todo era lindo.
2. Otra de las ideas de Villafañe que me vinieron a la cabeza en estos días tiene que ver con su fe total en el origen burgués de Rosario. Para él, la ciudad había sido beneficiada por la distancia con el patriciado colonial y el poder político, que residían en Santa Fe o, más lejos aún, en Buenos Aires. Eso le había permitido crecer con ciertas ventajas y una rapidez distinta a las otras grandes urbes nacionales, lo cual debíamos disfrutar y agradecer quienes escuchábamos al Negro hacer sus monólogos y nos quejábamos de la mala suerte de haber nacido acá. Obviamente, no era una idea original: la Rosario sin fundación, “hija de su propio esfuerzo”, es el mito que buscó crear Juan Álvarez (1878/1954), autor de, entre otras obras, la canónica “Historia de Rosario”, publicada originalmente en 1943 y reeditada por tercera vez hace muy pocos días, en conjunto por la Editorial Municipal de Rosario y la UNR Editora. La tesis de la ciudad burguesa y liberal autoconstruida por inmigrantes, lejos de los poderes del estado y como ejemplo de lo que debería ser nuestra nación, se expresa en ese trabajo que, a pesar de esto, es valorado por historiadores de todas las tendencias ideológicas.
3. Claro, ahora tengo que explicar por qué el recuerdo del Villa en esta semana. La frase con la que arranca este newsletter (el octavo de Iceberg, parece mentira) me quedó grabada porque es una muestra de cómo funciona una parte de la sociedad rosarina. No es la mayoritaria, por supuesto. Pero es el sector social que cocina más de la mitad del estofado, muchos herederos de aquella burguesía que Álvarez entroniza como motor del crecimiento de esta ciudad. Son los que financiaron con sus donaciones los hospitales y museos en la primera mitad del siglo XX, práctica que se refleja un siglo después en la colecta de Santi Maratea para la sala de niños con cáncer en el Victor J. Vilela. Lo cierto es que hay una porción grosa de la economía de esta ciudad que se resuelve en mesas de café, quinchos de clubes o sobremesas de restaurantes, entre conocidos de la escuela primaria, entre vínculos amistosos y familiares de una red de relaciones más propia de un pueblo que de una meritocracia.
4. Se me ocurre que algo de esto explica la razón por la que muchos integrantes de esta burguesía rosarina confíen parte de sus ahorros (en negro) a personas de su círculo social que les prometen dividendos alocados en dólares (y en negro) y que después quedan culo al norte sorprendidos por la estafa de una persona a la que creían un par y a la que conocían de toda la vida.
5. Hay un capítulo del libro “Rosario, la historia de la mafia narco que se adueñó de la ciudad”, de Germán de los Santos y Hernán Lascano, que cuenta la historia de un simpático vendedor de autos con vínculos con el dinero narco que logró la confianza de un grupo de empresarios de alto perfil de la ciudad gracias a pagar cenas semanales en el desaparecido restaurante Pampa, de Moreno y Mendoza. Su objetivo era claro: lograr hacer negocios con ellos. Y para eso tenía que sentarse en esa sobremesa.
6. Entonces me preguntaba esta semana en qué café, en qué sobremesa de restaurante, en qué quincho de club habrá surgido “la solución” que encontró el municipio local a un problema autogenerado: el de la pintura de los Silos Davis. Más allá de las responsabilidades de las partes y del dudoso control de daños posterior, este asunto es menor (con perdón de quienes fueron afectados directamente por el salpicón, un garrón) al lado de los grandes desafíos que tiene la ciudad. Pero sirve de ejemplo de una manera de tomar decisiones con una perspectiva social muy corta y donde lo institucional y lo político quedan subordinados a las relaciones de confianza de una clase social. Es una forma rosarina de hacer las cosas que nuestra burguesía se resiste a abandonar y cuyo riesgo es la simplificación de los problemas, algo que no hace más que agravarlos.
7. Un posteo en Instagram de la fotógrafa y galerista Paulina Scheitlin sobre el Paintitsnotdeadgate en los silos Davis tuvo mucha repercusión en redes sociales la semana pasada y es una buena síntesis del asunto. Para mí Paulina, a diferencia de Villafañe, es una referencia estética absolutamente consciente: si Rosario fuera lo que ella fotografía, muchos de los problemas de los que hablamos acá estarían más o menos resueltos. Pero bueno, lamentablemente la realidad es otra, y de eso vamos a hablar en el próximo newsletter con ella. Mientras tanto, lo que necesitamos es que hagan como hacía Villafañe y saluden a gente que conocen de vista. Primero no les van a devolver el saludo, pero la próxima vez sí. Ahí los invitan a tomar un café y les recomiendan que se suscriban a Iceberg. Después, si quieren, hacen negocios.