La transformación: los sicarios que en las cárceles se hacen pastores
Los pabellones evangélicos controlan casi la mitad de las cárceles de Piñero y Coronda. Cómo es el trabajo tras las rejas de los religiosos que “convierten” a los criminales detenidos.
Los pabellones evangélicos controlan casi la mitad de las cárceles de Piñero y Coronda. Cómo es el trabajo tras las rejas de los religiosos que “convierten” a los criminales detenidos.
La puerta de hierro hace un ruido tosco y fuerte. Varios cerrojos se abren al mismo tiempo. Es el sonido que Jorge Anguilante (34), un exsicario, espera escuchar cada sábado cuando sale durante 24 horas de la cárcel de Piñero para ir a su casa en Rosario. Allí instaló una pequeña iglesia evangélica en un garaje.
Antes de atravesar la puerta del penal, los guardias le sacan las esposas a “Tachuela”, como era conocido en el mundo de la mafia. En silencio, lo miran con recelo, por el estigma de su pasado. Él los saluda con la palabra: “Bendiciones”.
El hombre robusto y alto, que mide más de 1,85 metros y tiene en su cuerpo estampados los tatuajes de esa otra vida, según él, de la época en que mataba, queda solo en el estacionamiento de la penitenciaría, en el medio de un campo sembrado con soja en plena llanura pampeana, hasta que aparece su sobrina Carolina. Al otro día, ella lo regresará a las ocho de la mañana al pabellón de la cárcel al que los detenidos llaman “iglesia”. Hay tres de ese tipo en el penal.
Desde el 12 de setiembre pasado salir de la cárcel se transformó también en un trauma para él. Ese día su hermana y su cuñado murieron en un accidente a un kilómetro de allí, cuando los embistió un camión en la ruta después de ir a buscar a “Tachuela” en la prisión. Anguilante tiene cicatrices de ese accidente e insiste que a él lo salvó “un milagro”.
Su cuñado, Ernesto Vallejo (50) era otro expresidiario que se transformó luego en capellán evangélico en las cárceles. Tachuela quiere seguir ese legado. Pasó de ser sicario a soñar con transformarse en pastor. Calcula que a fines de 2021 saldrá definitivamente de ese “infierno” de la cárcel con libertad condicional, tras estar siete años en prisión.
Podrá dedicarse a su propia iglesia, que se llama Esperanza de Vida y funciona en un garaje. Afirma que quiere ayudar a otros presos que “se convirtieron y que cambiaron su vida”.
Anguilante promete que su oficio de matar quedó atrás, que la "palabra" de Dios lo hizo “un hombre nuevo”. Fue condenado en 2014 a 12 años de prisión por asesinar a Jesús Trigo (24) de un disparo en la cara. El rostro de la víctima aparece en las noches, confiesa. Lo tortura. Trata de ahuyentarlo con plegarias en su pequeña y húmeda celda del pabellón Nº19 del penal de Piñero.
La historia de este hombre que pasó de ser un asesino a refugiarse en la religión evangélica se replica en el sistema carcelario de la provincia de Santa Fe, cuyas prisiones están saturadas de perfiles como el de Anguilante.
Son jóvenes pobres que se vincularon desde adolescentes a la venta de drogas –los apodan “soldaditos”- y quedaron enredados en un espiral de violencia que los llevó a la mayoría a la muerte o a una penitenciaría. El resultado fue que las cárceles pasaron a estar “superpobladas” y a tener un doble comando: los evangélicos y los jefes narco.
“Los pastores evangélicos dominan el 40 por ciento de la población carcelaria –que es de 6900 internos- en la provincia de Santa Fe", calcula Walter Gálvez, subsecretario de Asuntos Penitenciarios, quien también es pentecostal.
El avance de esta religión en Argentina se dio, como en la mayoría de los países de América latina, en los sectores “más vulnerables, entre ellos los presidiarios”, considera la investigadora Verónica Giménez del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
Según una encuesta realizada por ese organismo en 2019, el número de personas católicas cayó del 76,5% al 62,9% entre 2008 y 2019. En cambio, los evangélicos crecieron del 9% al 15,3%.
“Ese aumento de fieles se dio aún más en las cárceles”, advierte Gálvez, cuya población también creció desde hace seis años, cuando se reformó el Código Procesal Penal, que agilizó las detenciones. La consecuencia fue una superpoblación carcelaria de 155% por encima del cupo recomendado. El Servicio Público de Defensa Penal alertó que la situación “es crítica”.
Las cárceles se poblaron como consecuencia de un incremento de los crímenes en Rosario, la principal ciudad de la provincia de Santa Fe y la tercera más grande de Argentina, que posee 1.000.000 habitantes, y está atravesada por los problemas que supuran del crimen organizado.
Rosario encarna una de las tantas paradojas de la Argentina: está ubicada en una de las zonas más ricas del país, donde se concentra la producción y exportación agropecuaria. Allí nacieron también de futbolistas famosos, como Leonel Messi y Ángel Di María, entre otros.
Por los 13 puertos que están sobre la ribera del río Paraná se exportaron el año pasado 70.000.0000 de toneladas de granos, harinas y aceites, según datos de la Bolsa de Comercio de Rosario. Es el segundo nodo portuario agrícola más grande del mundo, después de Nueva Orleans.
La contracara de esa riqueza es lo que sucede en la periferia de Rosario, donde la pobreza llegó en el primer semestre de 2021 al 39,4 por ciento de la población, según datos del Instituto de Estadísticas y Censos (INDEC).
A la par de estas desigualdades, desde 2012 empezó a crecer la violencia que derrama el narcotráfico. Rosario se transformó en una de las ciudades con la tasa de homicidios más elevada de Argentina, con 16 asesinatos cada 100.000 habitantes en 2020. El promedio nacional es de 5,3, según el Sistema Nacional de Información Criminal (SNIC).
“El 80 por ciento de los crímenes en Rosario son ejecutados por sicarios jóvenes que prestan servicios a las bandas narco, cuyos jefes están presos y mantienen el dominio del negocio criminal desde las cárceles”, advierte el fiscal de la Unidad de Crimen Organizado, Matías Edery.
Este problema genera preocupación a nivel regional. El problema de Rosario fue analizado por la red de Fiscales Antidrogas de Iberoamérica en una reunión que se realizó el 7 de diciembre de 2021 en Buenos Aires, bajo el título: “Narcocriminalidad desde establecimientos penitenciarios”.
La convivencia
En las prisiones conviven en cierta armonía las bandas narco y los evangélicos. Varios jefes de las pandillas que manejan la venta de drogas estuvieron alojados durante los últimos años en los pabellones evangélicos, entre ellos, miembros de la llamada banda de Los Monos, la más importante de Argentina.
El trabajo pastoral en las prisiones es una de las estrategias que usan los evangélicos para captar fieles. La tarea evangelizadora no sólo se centra en las personas que están encerradas en una celda, sino que se amplía a sus familias que están en libertad.
Continúa cuando el convicto sale de la cárcel, con un seguimiento a él y a su entorno familiar. Las congregaciones Portal del Cielo y Redil de Cristo son las que tienen más poder dentro de las cárceles de Piñero y Coronda. Empezaron a fines de la década del 80 a evangelizar a los presos. Hoy tienen más de 120 pastores dedicados al trabajo dentro de las prisiones.
En una de las reuniones que realizan los jueves y domingo en la iglesia Redil de Cristo en Rosario el pastor David Sensini pide a los feligreses que “aquellos que estuvieron presos se identifiquen”. Un tercio de la sala levanta la mano, cierra sus ojos y baja su cabeza. Uno de ellos es Víctor Pereyra, vestido de traje negro y corbata, que estuvo preso en Piñero, y hoy es dueño de una verdulería y hace tareas de mantenimiento en edificios. “No quiero volver atrás. Hoy tengo una familia a la que cuidar”, dice.
Una banda pop empieza a tocar y las luces se encienden y apuntan al público, mientras tres cámaras de TV enfocan distintos planos para los que siguen la ceremonia por un canal de Youtube. “Nadie más va a ir a la cárcel. Ni tus hijos ni tus nietos. Es posible el cambio”, grita el pastor con la mano en alto.
“Los que no quieren cambiar duran poco tiempo en los pabellones evangélicos”, afirma Rubén Muñoz (54), pastor de Portal del Cielo, que estuvo detenido durante dos años por robo. Uno de los que pasó por tres pabellones evangélicos fue Ariel Maximiliano Cantero, sicario de la banda de Los Monos. Es hijo del fundador de la organización narco. El 2 de marzo de 2021 fue condenado a 18 años de prisión por asesinar el 22 de julio de 2019 de un disparo en la nuca al policía Cristian Ibarra.
“Tuvimos que pedir su traslado porque nos dimos cuenta que no había cambiado”, señala Muñoz. “Los jefes narco que quieren un tiempo de tranquilidad tienen que pagar para estar acá”, advierte un preso de 38 años, condenado por asesinato que pide que no se revele su nombre.
Enrique Ribello, el pastor que lidera la congregación Portal del Cielo, niega que cobren tarifas de alojamiento a jefes narco, aunque admite que en esos pabellones han estado varios integrantes del clan criminal Los Monos. “Sabemos que el 30 por ciento de los que quieren ir a un pabellón evangélico lo hacen para refugiarse. Nosotros trabajamos con todos”, apunta. Para él ese es un problema permanente dentro de la cárcel.
El pastor de Portal del Cielo revela que “vive amenazado”. “Los narcos quieren apoderarse de los pabellones evangélicos porque para ellos es un negocio, ya que desde allí se ordenan crímenes y se vende droga y se entran celulares, muchas veces”, dice.
“Desde 2001, cuando empezó a hacerse más intenso el trabajo en las cárceles, no hay más motines. Tenemos el gobierno de la cárcel. Porque logramos bajar la violencia”, asegura Ribello, a quien todos los presidiarios conocen con el alias de Tedy.
El liderazgo de los pabellones
El control de cada pabellón evangélico está a cargo de diez presos llamados “líderes”, que tienen unos 15 ayudantes. “Ellos se encargan de controlar todo y mantener la paz. Trabajan además con los internos que ingresan. Hay que escucharlos. Dejar que se descarguen”, dice Eric Gallardo, uno de los líderes.
“Nosotros garantizamos la paz”, recalca Ribello, que una vez al año viaja a Estados Unidos a capacitar a pastores que trabajan en las cárceles de ese país. Toda la estructura de los evangélicos dentro de la cárcel se financia con el “diezmo”, según detalla. “Se cobra un 20 por ciento del salario de los presos, que es de 290 pesos (3 dólares)”, agrega.
El crecimiento del poder de los evangélicos comenzó en las cárceles hace dos décadas. “Era un lugar oscuro donde nadie quería ir”, explica el pastor Oscar Sensini, el principal referente de Redil de Cristo, una de las iglesias pentecostales más grandes de Rosario.
“No usamos facas (cuchillos fabricados por los presos), sino la biblia para tomar un pabellón”, afirma el pastor pentecostal Sergio Prada, que concurre una vez por semana a la cárcel de Piñero. El religioso advierte que el preso que quiere ir a un pabellón evangélico debe cumplir reglas de conducta, como orar tres veces al día, dejar todo tipo de adicción, tanto a las drogas como al alcohol y al tabaco, y no pelear.
Rodeado de 90 presos en el pabellón Nº19 de Piñero, Prada grita que “ese hombre viejo tiene que morir”. Anguilante cierra los ojos y llora. Él dice que “sepultó” a ese otro hombre, al asesino que está preso desde hace siete años. “No todos pueden, pero hay que intentarlo”, aclara el pastor.
El pastor repite la semana siguiente el mismo ritual en el pabellón Nº20. Allí está Darío Berón, de 30 años, quien fue jugador profesional de fútbol. Debutó el 1º de diciembre de 2007 en el club Rosario Central. Llegó a jugar tres partidos y formó parte ese año de una gira por Estados Unidos. Jugaba de 10, como Diego Maradona. La habilidad con la pelota la demuestra todas las tardes a partir de las 14 cuando los presos salen a jugar al fútbol en el patio de la cárcel.
Dos años después de debutar en el primer equipo cometió un homicidio y fue detenido. Pertenecía a una banda narco conocida como Los Romero. Salió en libertad 2015 y volvió a jugar profesionalmente en otro club, Tiro Federal, de la segunda división. Sólo duró dos meses en ese plantel porque volvió a la cárcel, con una condena a 13 años también por otro crimen. “La droga y la muerte arruinaron mi carrera. Ya es tarde pero ahora quiero vivir tranquilo”, sentencia Berón.
La transformación
En la Unidad Penal Nº1 de Coronda, otro cárcel que está ubicada a 80 kilómetros de Rosario, las puertas de las celdas se abren a las 6 de la mañana. El día empieza con una oración y termina a las 23 de la misma forma. Los presos que recién llegan al pabellón Nº5 los ubican en el tercer piso, alejados del resto. “Allí están durante 30 días en un periodo de adaptación”, explica el pastor Oscar Sensini.
“En 30 días uno tiene que lograr que se despojen del viejo hombre. Desde ese momento la persona empieza a ablandarse, pero es necesario un trabajo permanente de oración. Nunca es por la fuerza. Eso no sirve”, dice Sensini. “Empecé a visitar las cárceles porque yo venía de pequeño a visitar a mi padre que estuvo preso. Me crie sin padre”, reflexiona.
Uno de los ayudantes de Sensini es Juan Roberto Chávez (51), alias Tuyanqui. Estuvo 16 años preso en varios penales de la Argentina. Los últimos ocho los pasó en Coronda, donde dice haber tocado fondo. “Vivía entre la mierda. No es una metáfora. Yo odiaba al mundo. Lo quería destruir. Era líder de los pabellones con una lanza de hierro. Vivía recluido en los buzones (celdas de castigo)”, recuerda.
“Los chicos que recién entraban se convertían en monstruos”, dice Chávez. Trató de escapar de la cárcel, pero fracasó. Después se coció la boca con alambre y empezó una huelga de hambre. “Luego me contagié de tuberculosis. Me estaba muriendo. Toqué fondo y tuve la revelación”, cuenta.
“Como era un fanático de la violencia y la sangre me hice un fanático de la Biblia. Fui solo al pabellón 11 con la Biblia y convertí a todos en ocho meses. Era uno de los pabellones más feroces del penal. Los convencí que entregaran las armas, las facas, y lo hicieron voluntariamente. Nadie lo podía creer. Por eso digo que en la cárcel encontré la libertad”, dice mientras ingresa al penal de Coronda y los guardias lo miran de reojo.
Tuyanqui abraza fuerte a José Pedro Muñoz (37), que vive sus últimos minutos como presidiario. “Ahora hay que ser más fuerte que nunca”, le recomienda. Muñoz tiene su bolso armado y espera poder salir con libertad condicional el viernes 19 de noviembre de la cárcel, después de una condena a 18 años. Se casó hace tres años con Soledad Pucheta, con quien tuvo dos hijas, una de cuatro y otra de seis.
Está nervioso y la espera se le hace interminable. Era sicario de la banda de Los Monos. Es oriundo del barrio La Granada, donde surgió esta banda criminal a fines de la década del 90 en Rosario. Su cuerpo tiene las cicatrices de la guerra narco que se vive en Rosario. El pecho hundido por dos disparos de escopeta y una herida que cruza todo su abdomen por un tiro con calibre 9 milímetros.
“Yo prendía fuego los búnkeres (lugares blindados donde se vende cocaína) con gente adentro. Lo hacíamos para que los vendedores de droga salieran”, relató. Después los derrumbábamos con martillos. Eran los puntos de venta de los rivales de Los Monos. “Esa vida quedó atrás. Me casé con una mujer evangélica que conocí en la cárcel y quiero de ahora en más predicar con mi testimonio. Estuve en el infierno”, dice. Su alegría se derrumba cuando llega un guardiacárcel y le avisa que seguirá en prisión, porque apareció otra causa en su contra. Resignado, a los pocos minutos se pliega a la ceremonia de oración con el resto de los presos.